“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el Reino de Dios.” (Gálatas 5:19-21)
¿Usted quedaría al lado de un amigo que hiciera todo lo que a usted no le gusta? Todo lo que usted piensa que una persona no debería hacer, él hace. Y todo lo que usted cree que una persona debería hacer, él no hace. ¿Qué plática tendría usted con ese amigo? Inmediatamente, la amistad de ustedes acabaría y se apartarían.
De la misma forma, nos apartamos de Dios cuando hacemos aquello que no Le agrada, permaneciendo en los malos caminos, aborreciendo a Él, desobedeciendo Su voluntad y Sus enseñanzas. ¿Recuerda el mes pasado que hablamos sobre la protección de Dios y mencionamos que cada árbol da su fruto y que jamás conseguiríamos cosechar plátanos de un coquero? Pues así es. La Biblia nos habla de las obras de la carne, que son los frutos que vemos en aquellos que aún no nacieron de Dios.
La “carne” es la voluntad del corazón, los impulsos de nuestra naturaleza que fue quebrada por el pecado de Adán y Eva. Quien no nació de Dios, aún está sujeto a las consecuencias de aquél error y, por lo tanto, condenado a la muerte eterna. Sólo cuando entrega su vida al Señor Jesús es que la persona consigue tener una nueva vida. Pero, para nacer una nueva criatura, la vieja criatura debe morir.
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